Gilles Deleuze (1925-1995) elabora una filosofía de la diferencia, un pensamiento nómada, un empirismo trascendental, una política de lo molar y una Gran política de lo molecular, rasgos que creemos necesario explicar brevemente, para sugerir que hay una línea abstracta que los recorre, los monta en redes que se extienden, se pierden y reaparecen en lugares insospechados, hierba siempre viva, perturbaciones de las arborescencias que prosperan bajo la convicción de que el pensamiento es una facultad que conduce a la rectitud, y que el pensador goza de una buena voluntad hacia lo verdadero. Pero el recto pensar y la buena voluntad implican la necesidad de fijar un solo sentido y afirmar una sola realidad.
Deleuze junto a su amigo Feliz Guattari durante una clase magistral.
Deleuze pone en juego el pathos del pensamiento, las ideas sensibles que se reúnen en la paradoja en la que se desdibujan sus contornos y sin embargo no pierden la diferencia, nota esencial de su singularidad; afirma las distribuciones anárquicas, los desarrollos rizomáticos y los encuentros fortuitos. Experimenta otros lugares para pensar. No se trata de pensar sobre el cine, la poesía, el teatro, la biología o la ingeniería genética, sino pensar desde, pensamiento en movimiento que no soporta estar atado a una sola realidad supuestamente estable. Intuye que el pensamiento es una finísima cutícula transparente que danza con los ritmos de las realidades siempre plurales y embrionarias. Si su filosofía tiene algún destino, se trata de un destino de poeta porque abre los conceptos para que suelten las briznas de su composición y vayan a ensayar nuevas alianzas. Pensar es un asunto creativo: filosofía, ciencia y arte proceden por invención, cada uno con sus propias materias de estudio, sus caminos específicos y sus resultados inequívocos, conceptos, proposiciones y sensaciones.